PRÓLOGO
Eran
las
9 pasadas cuando entró por la puerta de casa, fue hasta la pequeña cocina y
encendió la cafetera. Mientras el café subía volvió a la entrada, sacó de la
bolsa el bañador, y lo extendió sobre el manillar de una de las bicicletas que
había allí aparcadas. Colocó la toalla húmeda cubriendo la otra bicicleta por
completo.
Era una pequeña licencia que se
permitía cuando sabía que ella no estaba en casa.
Se había levantado a las siete, el
despertador sonó para los dos a la misma hora. James no hablaba mucho por las
mañanas, necesitaba un café, comer algo y una ducha para empezar a moverse. Cuando
salió del baño Laura ya había abandonado la buhardilla, en su lugar una nota
pegada en la nevera rezaba:
“Te veo esta tarde, pásate por la
galería y tomamos algo con Raquel, yo me ocupo de la cena. Besos, te quiero.”
Sonrió al leer la nota. Cuando Laura
se encargaba, la cena siempre se componía de algo frío, embutido, queso, una
ensalada… No sabía nada de cocina, pero era lo de menos. El déficit culinario
lo paliaba con el escenario que organizaba en torno a las viandas. Deseó que
llegase la noche. Se imaginó rodeado de velas, buen vino, cálida música. Un
cosquilleo recorrió su cuerpo, preludio de la velada que le esperaba.
Dejó escapar un suspiro, ahora
tocaba escribir. Tenía un largo día delante del ordenador. Se había pasado toda
la noche dando vueltas a una idea que introducir en la novela que estaba escribiendo.
Sabía que iba a tener que modificar varios capítulos, pero no podía quitársela
de la cabeza, y por experiencia supo que cuanto antes la plasmase mejor sería.
Con el café en la mano se detuvo
delante de la ventana. Le gustaba disfrutarlo viendo una de las zonas más
antiguas de Madrid. La buhardilla que era propiedad de Laura, estaba en el
barrio La Latina. Le encantaba la calidez de aquel lugar. Era un pequeño
apartamento, con una zona de estar, una diminuta pero moderna cocina y unas
escaleras por las que se accedía al dormitorio abuhardillado y sin puertas en
el que sólo cabían la cama y un par de mesillas.
Dio un sorbo al humeante líquido y
se volvió hacia la pared de enfrente. Sobre un fondo blanco, varias fotografías
en las que aparecían los dos le observaban. Nueva Orleans, Tokio, París..., la
lista era larga.
Parker ronroneó y se metió entre sus
piernas. Como siempre ocurría, no le había oído acercarse. Las gruesas tablas
del suelo amortiguaban sus diminutas pisadas.
–Buenos días pequeño –le dijo
mientras se agachaba a acariciarlo.
No le gustaban los gatos, pero
Parker era diferente. El día que llegó por primera vez a casa de Laura, el
gato, autoritario, saltó sobre él y se enroscó sobre su regazo. Con ese pequeño
gesto aquel pequeño felino atigrado y callejero se adueñó de su corazón.
–Aquí tienes –le comentó mientras le
servía una lata de comida y cambiaba su cuenco de agua. –Tuviste suerte de que
Laura te encontrase aquella noche. O quizá la suerte la tuvimos nosotros.
Echó un vistazo a la buhardilla que
se había convertido en su hogar. Laura era fotógrafa y los dos recorrían el
mundo. Antes por separado y desde que se habían conocido lo hacían siempre
juntos, él buscando inspiración para sus libros y ella, siempre, tras la foto
perfecta.
Llevaban un par de meses en Madrid.
Laura estaba preparando la exposición de su último viaje. Había salido pronto
de casa para su clase diaria de pilates. De allí iría a la galería dónde
pasaría el día.
James se había adaptado a la vida en
España, y cuando no estaban en uno de sus viajes prefería aquella pequeña
buhardilla a su piso de Londres. Le encantaban los días luminosos, el sol que
en Inglaterra casi ni aparecía, la gente, la siesta, la comida...
De pronto el silencio de la mañana se
rompió por miles de sirenas, policía, ambulancias, bomberos. Sintió un
escalofrío. Encendió el ordenador y las redes sociales ya se hacían eco de una
explosión de gas en una vivienda de la calle Piamonte.
No conocía los
nombres de todas las calle. Pero aquella sí. Era la zona donde se encontraba la
galería. Sabía que Laura tenía que pasar por allí. Llamó a su teléfono, pero no
recibió respuesta, el otro lado de la línea estaba mudo. Se le encogió el
estómago, se temía lo peor. Les había costado mucho poder estar juntos, y ahora
no podía perderla. Rápidamente se lanzó a la calle, no sabía qué hacer, pero no
podía quedarse en casa sin hacer nada.
Al salir del portal el cielo plomizo
de Madrid cayó sobre sus hombros. Se dirigió hacia la galería donde Laura haría
su exposición, estaba en la calle Barquillo, a la vuelta de donde se había
producido la explosión.
No podía dejar de pensar que algo horrible le
había ocurrido, necesitaba encontrarla. Mientras corría, seguía marcando su
número una y otra vez, dejando que sonase hasta el final, pero Laura no
contestaba.
Ya desde lejos pudo ver una gran
nube de polvo sobre los edificios.
Llegó a la zona jadeando…
Una bocanada de humo y polvo inundó
sus pulmones, tosió y las lágrimas arrasaron sus ojos nublando la visión. El
aire era irrespirable. Tuvo que taparse la boca y la nariz con la manga del
abrigo. Cruzó el cordón policial, el horror se desplegó ante él. La gente iba
de aquí para allá sin saber a dónde dirigirse, deambulando entre ambulancias y coches
patrulla. Se veía al personal de emergencia llevando camillas con heridos. Pudo
distinguir los amasijos de hierro que habían formado parte del encofrado del
edificio, mezclados con los restos de vehículos. Intentó llegar hasta la
galería, pero fue imposible pasar.
Volvió a marcar el número de Laura
sin tener respuesta...
Puedes comprarlo en tu librería o en: