martes, 24 de marzo de 2020

EJERCICIO DE ESCRITURA CREATIVA

A la hora de empezar una novela, relato o cualquier texto que vayamos a escribir, nos encontramos ante la posibilidad de hacerlo con diferentes voces narrativas.

Te propongo un ejercicio.
Elige un momento de tu vida e intenta plasmarlo desde tres voces diferentes.
Yo he elegido la mía. La de otra persona que lo vivió y la de un narrador ajeno a la historia.


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No sé cuál es el motivo. Pero, sin invitación alguna, se cuela en mi mente. Abriéndose paso, reclamando una posición de prioridad.
Allí estoy. Hace muchos años. Tantos que, por más que ese recuerdo quiera prevalecer, las imágenes son difusas.

Era un sábado o quizá un domingo. Regresábamos de esquiar y antes de llegar a casa hacíamos una parada. Algo establecido. Una visita de rigor que a mí me encantaba.

Recuerdo la casa.
Un recibidor cuadrado. Al dejarlo atrás, a mano izquierda se abría una cocina grande, o por lo menos a mí me lo parecía. Una mesa redonda ocupaba el centro. Sobre ella pendía una lámpara de cristal rojo que subía o bajaba gracias a un cable extensible. No recuerdo los muebles. Sí que lo fuegos estaban a mano derecha. Pero esa lámpara roja brilla como un faro en mi mente.

Un pasillo con dos habitaciones y un baño me separaban de mi objetivo.
Recorrer aquel largo y oscuro pasillo, siempre, me provocaba un cosquilleo en el estómago.
Al final, el ansiado encuentro.

Entrábamos en la sala y él siempre estaba sentado en el mismo sofá. 
Andrés Pascual Laborda, Papaelo para nosotras, mi bisabuelo, nos recibía con una gran sonrisa.
El brillo de sus ojos, su dulzura y paciencia…  Gestos que, al analizarlos con los años, me confirman que, como yo, esperaba aquel encuentro.

Mis dos hermanas y yo nos acomodábamos en su butaca. Los brazos mullidos, su regazo o un pequeño hueco en el que apoyarnos eran los lugares elegidos para hacerle partícipe de nuestro día de esquí.

«Yo, hoy, no me he caído.»

«Enhorabuena. Los grandes esquiadores nunca se caen.»

«Yo sí me he caído.»

«¿Sabías que los buenos esquiadores se caen? Arriesgan, buscan las pistas más difíciles para probarse y mejorar.»

Siempre encontraba las palabras para provocarnos una sonrisa. Para hacernos especiales. 

No recuerdo otros momentos con él. Pero aquellas tardes de fin de semana, aunque difusas, sé que me acompañarán siempre.

Era mayor, muy mayor. Yo apenas era una cría cuando murió.

A partir de su muerte, la oscuridad de aquel pasillo se hizo más tenebrosa. Su habitación, un lugar en el que nunca me atreví a entrar.

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Abro los ojos.

Durante la última cabezada se ha echado la noche.

El leve gesto con mi brazo para mirar el reloj me hace consciente de que el final está cerca.
Mis huesos lo notan. Mis músculos apenas son capaces de sostenerlos.

Sonrío.

Están a punto de llegar. Como cada sábado, ¿o es domingo?

Mis tres soles. 

Son ruidosas. Un terremoto que aterriza barriendo la paz. Contando de manera atropellada y hablando las tres a la vez. 

Como puedan, sé que se acomodarán en la butaca. 

Una de ellas se adueñará de un brazo mullido. La otra me arrinconará, intendado sentarse en un pequeño hueco. La más pequeña se instalará en mi regazo. Casi puedo sentir sus huesos sobre mis muslos.

Y así, los cuatro, sin apenas posibilidad de movimiento, me harán partícipe de su día.

Cómo han subido sin bastones en un arrastre, o cómo han bajado una pista sin caerse. Las veces que han dado un salto.

En un ritual, esperan que yo las felicite.

No sé nada de esquí. ¿Qué iba a saber un viejo como yo?

Da igual. Ellas creen que soy un gran entendido que ya no lo puede practicar.

Mi hija entra en la sala.

 —Papá, las nenas están a punto de llegar. ¿Quieres que les diga que no te molesten?

Sonrío y siento como mis arrugas se profundizan con el gesto.

 —No. Déjalas. Me calientan el alma.


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El anciano está sentado en una butaca.

La cabeza ladeada hacia la derecha.

Abre los ojos. Parpadea un par de veces intentando ubicarse.

La noche se ha echado.

Con dificultad, mira el reloj que descansa sobre su muñeca para comprobar que sus biznietas están a punto de llegar.

Es una visita que se sucede cada fin de semana.

Minutos después, el silencio de la casa queda sepultado bajo saludos, risas y pisadas. 

Tres niñas entran en la habitación.

—Ya estáis aquí.

Apenas hay dos años de diferencia entre cada una. Las dos mayores son morenas. El mismo corte de pelo y la poca diferencia de altura que se llevan hacen que parezcan gemelas. La pequeña es más rubia.

En sus rostros se notan los efectos de disfrutar de un día al aire libre. El sol y el viento los han sonrosado.

Las tres se abalanzan sobre el anciano, conquistando su espacio, para contarle cómo han pasado el día. 

Han estado esquiando. 

El anciano les concede el tiempo para que se expliquen, de manera atropellada en ocasiones. 

Y ellas describen con pelos y señales cada subida, cada descenso, las veces que se han caído y las que se han atrevido a dar un salto. Esperando escuchar las palabras del anciano que las hace especiales.

Los cuatro disfrutan del momento. 

Sabe que cuando se marchen su hija le regañará. Terminan agotándolo. No le importa. Para él son un soplo de vida. Un renacer que le hace más llevadera la espera de su final.