A lo lejos, el
sonido de las sirenas comenzaba a romper el silencio de la noche.
Embutido
tras los altos cuellos de su abrigo de paño negro, el hombre se
llevó el cigarro a los labios y dio una profunda calada.
Llevaban
varios meses preparando el operativo que lo haría salir a la luz.
El
secuestrador hacía ya tres años que operaba con toda impunidad por
las calles de la ciudad. Hasta la fecha habían desaparecido cinco
muchachas jóvenes y bellas. Las retenía durante una semana hasta
que se deshacía del cadáver.
El
brillo de los rotativos se intuía. Apagó el cigarro con las yemas
de sus dedos y guardó la colilla en el bolsillo. No quería dejar
pruebas en el escenario del crimen.
Echó
a andar hasta un bulto que estaba tirado en el suelo. Se arrodilló
ante él y descubrió el rostro de una joven que le miraba con ojos
suplicantes. Como las otras, estaba amordazada, con los pies y manos
atados.
Paseó
su mirada por el cuerpo de la chica a la vez que negaba con la
cabeza. Con su gesto dejó entrever que no tenía otra opción. Sacó
una navaja de uno de sus bolsillos y se la hundió en el corazón.
Limpió el arma y se alejó del lugar.
Al
llegar a la zona, los policías la acordonaron y el equipo de la
ambulancia se acercó al cuerpo inerte.
Uno
de los agentes lo vio acercarse, llevaba su abrigo de paño negro con
los cuellos en alto. Se acercó hasta él y levantó la cinta del
cordón policial para dejarlo entrar.
─Demasiado
tarde, inspector. Nos ha vuelto a ganar por la mano.
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