Las
luces de los vehículos que venían de frente herían sus pupilas.
Giró la mirada hacia el asiento del copiloto y pudo ver ese perfil
que momentos antes había llamado su atención. Estaba inmóvil,
dormido…
–Mira
a la carretera ¿No querrás tener un accidente, verdad? –la voz
sonó alta y clara.
Volvió
a prestar atención a las líneas blancas de demarcaban el carril.
Conocía
aquella voz desde siempre, la acompañaba desde niña para indicarle
cómo actuar. Iba y venía, no se quedaba permanentemente, pero al
final siempre regresaba.
Hacía
un par de horas había vuelto. Ella estaba en casa, tranquila,
disfrutando de un té caliente y entonces la oyó.
–¡Salgamos
a divertirnos!
Intentó
no hacerle caso, pero era muy insistente.
–Lo
pasaremos bien. ¡Venga! No seas tonta…, sabes que lo estás
deseando.
Así
que dejó la taza de té sobre la mesa y se dirigió a su vestidor.
Eligió
un discreto vestido con motivos florales.
–Ese
no –dijo la voz–. Ponte algo sexy.
Sabía
que no podía luchar contra ella. Así que guardó el vestido y esta
vez se decidió por uno negro ajustado y con un escote que apenas
dejaba nada a la imaginación. Terminó de subirse las medias de
cristal y se calzó unos tacones de aguja. Plantada frente al espejo
no pudo negar que le gustaba la imagen que éste le devolvía.
–Eso
está mucho mejor –aprobó la voz.
Salió
de la casa. Y esperó al ascensor.
–¿Qué
te parece el último garito de moda? Lo acaban de abrir y todavía no
lo conocemos.
Pulsó
el botón de la planta baja y llegó al parking. Se encaminó hacia
su coche, arrancó y puso rumbo a su destino.
La
puerta estaba abarrotada de gente que intentaba entrar. Chicago era
enorme, con cientos de lugares en los que pasar una noche de fiesta,
pero hacía un par de noches que habían inaugurado aquel lugar y la
ciudad entera parecía pelearse por visitarlo.
–Será
complicado entrar.
–Hazlo
como te he enseñado y no tendremos problemas.
Buscó
con la mirada a uno de los aparcacoches que había. Captó su
atención y el joven acudió presto a su lado.
–¿Puedes
aparcarlo? –había acercado su boca al oído del joven y sintió
como a éste se le erizaba la piel.
–Lo
dejo en tus manos –dijo colocando las llaves entre los dos.
–No
se preocupe, yo me encargo –contestó tragando saliva.
Se
dirigió con paso seguro hacia la puerta. Antes de llegar se aseguró
de estar en el ángulo de visión del portero. Abrió su abrigo y
dejó que su escote saliese a la luz.
–Seguro
que hay sitio para una chica sola en busca de un buen rato –le dijo
al llegar a su altura.
El
hombre la miró de arriba abajo. Abrió el cordón de seguridad y le
cedió el paso.
–Disfruta
de la noche.
–Lo
haré, no lo dudes –contestó ella.
Una
vez dentro esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra del
local. Se dirigió a la barra y pidió un whisky.
–¿Algo
fuerte para empezar, no?
Se
giró.
–Para
qué esperar… –respondió ella.
El
hombre que estaba a su lado era agradable. Elegante, guapo y olía de
maravilla.
Este
no…, pensó. Pero la voz no le dio opción.
–Ha
sido más fácil de lo que esperaba. Es perfecto, ¿no te parece?
–¿Puedo
invitarte? Tengo una mesa, allí –indicó señalando uno de los laterales del local.
Ella
asintió y el hombre pagó la copa.
Comenzaron
a hablar. El parecía encantador, aun así ella no escuchaba nada de
lo que decía. La voz lo inundaba todo.
–No
puedo esperar, no puedo esperar… –en aquellos momentos parecía
una niña ansiosa por abrir su regalo.
–Voy
al servicio –dijo ella–. Regreso enseguida.
En
el tocador se retocó el maquillaje. Buscó en su bolso una pequeña
cápsula y la colocó en su mano. Paró en la barra y pidió dos
bebidas. Vació en contenido en una de las copas y regresó a la
mesa.
–Te
he pedido otro trago. Cuando lo terminemos podríamos ir a un lugar
más íntimo –sugirió ella.
El
hombre apuró la bebida.
–Cuando
quieras.
Habían
salido del local y se habían montado en el coche de ella. La droga
había hecho su efecto y el hombre estaba inconsciente a su lado.
Abandonó
la ciudad y se dirigió al norte. Llegaría a la cabaña antes de que
amaneciese. Una vez que abandonó la carretera nacional y entró en
una estatal, paró el vehículo. Sacó de la guantera una cajita.
Llenó la jeringuilla y se la inyectó en el brazo al tipo. No quería
que éste despertase antes de llegar a su destino.
La
amortiguación del coche se comenzó a quejar nada más entrar en el
camino. Había dejado atrás la civilización y se encontraban en
medio de la nada. Grandes coníferas, álamos y cedros, se iban
sucediendo a los laterales del sendero.
Llegaron
a la cabaña. Aislada del mundo era el lugar idóneo para sus
propósitos.
Se
quitó los tacones y en su lugar se calzó unas viejas botas de monte
que llevaba en el maletero. La temperatura exterior era muy baja,
pero la explosión de adrenalina que en estos momentos corría por su
cuerpo hacía que no la sintiera.
Cargó
con el hombre y a rastras lo metió en la cabaña. Olía a cerrado,
hacía algo más de un mes que no la visitaba. Lo colocó encima de
una gran mesa rectangular de madera. En tiempos había sido de color
claro, pero ahora era oscura, rojiza, casi negra. Se había ido
tintando con la sangre de sus víctimas.
Antes
de seguir, miró al hombre una vez más. Se quedó de pie junto a él.
Podría haber sido diferente. ¿Y si daba marcha atrás? Tal vez él
no recordase nada. Podría convertirse en una mujer normal. Comenzar
una relación con él.
–Sabes
que no puedes –la voz volvió a dejarse oír–. Tienes que acabar
lo que has empezado.
Ella
no le hizo caso. Fue hasta la mesa auxiliar en la que varios
cuchillos estaban dispuestos de manera pulcra y ordenada. Cogió uno
de ellos y lo acercó a su vientre. Podía hacerlo, acabar con todo.
De esa manera aquella horrible voz callaría para siempre. Y ella
dejaría de ser un monstruo.
–No
vas a hacerlo –allí estaba de nuevo –. Sabes que no tienes el
valor necesario. Hemos pasado por esto muchas veces. Haz lo que
tienes que hacer.
Ella
se rindió. Aquella odiosa voz tenía razón. No disponía del valor.
Regresó
a la mesa, ató al hombre colocando esposas en sus manos y pies. Y
esperó a que despertase. La voz lo quería así. Eran ofrendas que
reclamaba y debían estar despiertos. Le gustaba ver el miedo en sus
ojos. La expresión de angustia de precedía a la muerte.
Al
final el tipo despertó. Tiró de las esposas para intentar mover sus
manos y el frío acero se incrustó en su piel. Entonces la vio. Era
la chica de la discoteca. No entendía qué hacía allí. Estaba
desnudo, atado sobre una superficie fría. Observó como ella se
acercaba hacia él. Sentía la cabeza embotada debido a la droga.
Algo metálico brilló sobre sus ojos. No tenía muy claro lo que
era, y entonces lo sintió. El metal entró profundo en su torso. El
dolor se hizo insoportable hasta que de nuevo volvió el cuchillo
volvió a rasgar su carne.
La
voz gritaba como loca dentro de su cabeza.
–¡Otra!
¡Otra más!
Con
los últimos estertores del hombre ella cayó agotada en el suelo.
Cuando recobró las fuerzas, cargó como pudo con el hombre. Lo
colocó en una carretilla y lo llevó detrás de la casa. Cogió una
pala y comenzó a cavar una tumba. Aquella parte era la más dura.
Sus manos pronto comenzaron a sangrar. No le importaba, aquella
sangre purificaba sus actos. Cuando consideró que el agujero era lo
bastante profundo, volcó la carretilla y el cuerpo del hombre se
desplomó al fondo. Echó la tierra por encima y colocó dos piedras
señalando el lugar. Rezó por su alma. Al levantar la mirada pudo
ver el jardín que año tras año había ido construyendo. Podía
contar por cientos los rectángulos que tapizaban el terreno.
Entró
en la cabaña y limpió todo. Subió a su coche y condujo de regreso
a Chicago.
–¿Estás
contenta? –se oyó decir.
–Por
ahora…